Lydia Choi
Lydia Choi es esposa, madre de tres niños, y pastora. Ella ha estado sirviendo en el ministerio por 20 años en diversos escenarios incluyendo iglesias multiétnicas, plantaciones de iglesia, iglesias pequeñas, grandes y multisitios. Ella es asesora de ministerios en Ministry Architects y pastora asociada en el campus en la Iglesia Timberlake en la parte este de la región de Seattle.
por Lydia Choi
“Ven”, dijo Jesús, me bajé del bote, caminé sobre las aguas y me dirigí hacia Jesús. Pero cuando vi el viento, tuve miedo, y al comenzar a hundirme, clamé: “¡Señor, sálvame!”
Todos pasamos por nuestras propias tormentas, pero hay tormentas que vienen en la dirección de una mujer en el ministerio. En las tormentas de la vida, me he visto aferrándome al evangelio de Jesucristo mientras me siento al pie de la cruz. Juan 3:16–17 dice: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su hijo unigénito, para que todo aquel que en él crea no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él”. ¡Sí! Jesús vino al mundo para salvarnos.
El año de 2020 ha sido un año difícil para muchos de nosotros. Este año es también mi 20º. Año en el ministerio, y es el año en que me convertí en la primera presbítero ordenada por la Conferencia Alcance de la Iglesia Metodista Libre. Estaba en el noveno grado de un viaje misionero en Tijuana, México, cuando Dios me llamó al ministerio. Mientras crecía, había conocido una o dos mujeres asiáticas pastoras, y estaba emocionada de convertirme en una. Me sentía apasionada sobre mi nuevo llamado que serví en todos los ministerios de mi iglesia.
En mis años de adolescente, y mientras estudiaba en el colegio, me ofrecí como voluntaria en el ministerio de niños, de jóvenes, en el grupo de alabanza, el coro de la iglesia y como cocinera. Fui a todos los viajes misioneros que organizó nuestra iglesia. Durante la escuela preparatoria, incluso inicié un grupo de oración los miércoles por la mañana en mi escuela. Invité a todos los que yo sabía que eran cristianos para asistir al grupo de oración. Pronto tuve amigos que no asistían a la iglesia, ¡e incluso amigos budistas que se unieron al grupo de oración! Aún puedo recordar la alegría que sentí cuando una amiga no cristiana me preguntó cómo podía llegar a ser cristiana. Le facilité mi Biblia por el fin de semana y le aconsejé que leyera los evangelios. El lunes siguiente, vino emocionada a la escuela para decirme que había decidido ser una seguidora de Cristo. Estábamos de pie junto a nuestros lockers y justo antes de que se iniciaran las clases, oramos juntas.
En la escuela preparatoria, hice un mapa de mi vida, planeaba asistir a una Universidad Cristiana, luego el seminario, encontrar un primer empleo en el ministerio y un esposo, casarme a los 24, y tener hijos para comenzar a ministrar. Todo salió de acuerdo a mi plan. Conocí a mi esposo, David, en el seminario al que asistíamos. El Colegio Regent en Vancouver, Canadá. David era estudiante de Maestría en Divinidad en busca de un ministerio pastoral. Nos casamos después de la graduación de David y servimos juntos como pastores. Hubo triunfos y dificultades en el ministerio, pero un problema en particular fue muy difícil de superar.
Estábamos sirviendo en una iglesia grande que tenía congregaciones, coreana, china, y de habla inglesa. David era el pastor de ministerio de habla inglesa, y yo era pastora de niños para la congregación coreana. Cuando me di de alta de la maternidad por mi tercer embarazo, los líderes de la iglesia me pidieron renunciar como pastora, para convertirme en la esposa del pastor como todas las otras esposas de pastores en la iglesia. Me dijeron que era el momento para que yo apoyara el creciente ministerio de mi esposo.
Yo no comprendía. Estaba enojada. Mi ira se tornó en vergüenza, la vergüenza se tornó en tristeza, y la tristeza se convirtió en miedo. Sentía que me estaba hundiendo. Clamé a Dios: “Dios, tú me dijiste que viniera. Me bajé de la barca y caminé sobre las aguas. ¡Pero, estoy hundiéndome!”
Cuando Pedro se bajó del bote y vio los vientos, fue presa del temor, y comenzó a hundirse. En su desesperación, Pedro clamó: “¡Señor, sálvame!” Y así es exactamente como yo me sentía. Jesús no perdió tiempo en salvar a Pedro. Mateo 14:31 dice: “En seguida Jesús le tendió la mano, y sujetándolo, lo reprendió: ‘Hombre de poca fe ¿Por qué dudaste?’”
Cuando el viento sopló en mi dirección, comencé a dudar de mi llamado como pastora. Necesitaba poner mis ojos en Jesús. Hebreos 12:1-2 dice: “Corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante. Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe, quien, por el gozo que le esperaba, soportó la cruz menospreciando la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios”.
Después de nuestra reunión con los líderes de la iglesia, mi esposo, David, se acercó a mí mientras yo procesaba mis ideas y emociones. Yo estaba luchando con el temor en mi vida. Tenía temor de la vergüenza, temor al fracaso, miedo de las personas, temor de desilusionar a otros, temor del futuro, temor del bienestar de mi familia, y la lista de los temores aumentaba.
Recuerdo el mismo domingo cuando David predicó un mensaje sobre el temor. Yo estaba sentada en la parte posterior del santuario con mi bebé más pequeño durmiendo en su carriola. Escuché a David decir estas palabras: “En el amor no hay temor. El amor perfecto echa fuera el temor” (1 Juan 4:18). Estas palabras trajeron la verdad a mi vida. ¿Por qué hay que temer cuando el perfecto amor de Dios ya ha echado fuera mis temores? “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito” (Juan 3:16). El que teme espera el castigo, así que no ha perfeccionado el amor” (1 Juan 4:18), para salvarnos. Las últimas palabras de Jesús fueron: “Todo se ha cumplido” (Juan 19:30).
William Barclay dice que Jesús “no dijo”, “todo está cumplido” para aceptar una derrota; Él lo dijo como alguien que clama con gran gozo porque ha ganado la victoria. Parecía estar partido en la cruz, pero Él sabía que Su victoria había sido ganada”. Jesús ya había ganado la batalla en mi lugar. ¿Por qué hay qué temer cuando la batalla ya ha sido ganada? Cada mañana y cada noche yo repetía 1 Juan 4:17-18: “En el amor no hay temor. El amor perfecto echa fuera el temor”.
Poco después de mi renuncia a la iglesia, David deseaba inscribir a nuestra familia en un programa misionero de seis meses con Juventud con una Misión (YWAM, por sus siglas en inglés). Él había participado en el mismo programa en sus años de colegio y siempre había deseado regresar con nuestra familia. Había mencionado el programa misionero varias veces en el año desde que nos casamos, y yo contestaba con un: “¡Seguro! Algún día”. Pero esta vez él hablaba en serio.
Yo tenía muchas preguntas: “¿Perdón?” ¿Quieres dejar tu empleo, llevar a tus tres hijos (y el menor no tenía más de un año de edad) e ir a hacer misiones por seis meses? Y después, ¿qué harás? Somos pastores. No significa que tenemos miles de dólares en nuestra cuenta bancaria. ¿Cómo vas a alimentar a la familia?”
La respuesta de David fue muy sencilla: “No te preocupes. Dios proveerá” Ese día mi respuesta (y de otros muchos días) fue la misma: “No, gracias”. Después de unos meses de conversaciones, lágrimas y algunas discusiones, David dejó de hablar del asunto.
Ese mismo año, un misionero vino a nuestra iglesia como predicador invitado. Sentía un impulso especial en mi corazón. Dios me estaba diciendo que le pidiera orar por mí. Hice lo que ninguna otra esposa de pastor coreano haría cuando teníamos un predicador invitado. Tan pronto como terminó el servicio, me dirigí al frente del santuario empujando la carriola y le pedí que orara por mí. Cuando él oró por mí, el Espíritu intercedió, y entonces supe que Dios quería que nuestra familia sirviera a las naciones a través de aquel programa misionero, y que compartiera el amor de Jesús con personas que nunca hubiera escuchado de Jesucristo. Las huellas de los dedos de Dios estaban en todo el proceso de prepararnos para ir al campo misionero por seis meses. Vendimos nuestro auto, nuestro piano, nuestros muebles, empacamos otras pertenencias en el garaje de unos amigos, y viajamos en un avión al campus de YWAM.
Los tres meses de entrenamiento para las misiones me volvieron a la vida. Como una estudiante interesada me sentaba en la primera fila de la clase y lloraba en cada conferencia. Fue un tiempo de sanidad y de experimentar al corazón de Dios como un Padre. Una de las cosas más grandiosas que aprendí en YWAM fue renunciar a mis derechos. Dios me había guiado a un tiempo de humildad a fin de que pudiera alzar las palmas de mis manos y decir: “Sí, mi Dios, estoy lista”. Fui llamada a servir a Dios y Su pueblo con un corazón de sierva. Recordé la tradición de mi fe. Mi bisabuela, mi abuela, y mis padres sirvieron a Jesús como humildes siervos. Jesús, el Rey del universo, vino a este mundo como un humilde siervo y soportó la más horrenda muerte en la cruz.
Nuestra familia participó en un esfuerzo para servir y amar a los pueblos de Asia durante el programa de misiones. Experimenté que Dios es más grande de lo que yo imaginaba. Dios me mostró que Su gran poder no sólo se mostraba en Norteamérica, sino en los lugares más improbables del mundo. Me mostró Su infinito amor por las personas, por mi familia y por mí. Mientras servía a Dios en tierras lejanas, no tuve más que hacer que andar de la mano con Jesús. Tenía qué poner mi mirada en Jesús.
Yo creo que estamos posicionados para un llamamiento único. Y a lo largo del camino, hay tormentas que pueden venir a nuestro encuentro. Encuentro paz en las palabras de William Barclay mientras explica una escena con Jesús y Pedro en la barca, en Mateo 14:
“Estos versículos terminan en una gran y permanente verdad. Cuando Jesús subió a la barca, el viento se calmó. La gran verdad es que, donde quiera que Cristo está, la tormenta más salvaje se calma. Olive Wyon, en su libro ´Considéralo’. Cita de las cartas del obispo del siglo diecisiete, San Francisco de Sales quien había notado una costumbre en uno de los distritos rurales en los que él vivía. Con frecuencia había visto a una sirvienta atravesar una granja para sacar agua de un pozo; también se dio cuenta que, antes de levantar el balde lleno hasta el borde, la muchacha siempre colocaba una pequeña vara sobre el agua. ‘Un día se dirigió hacia la muchacha y le preguntó: ‘¿Por qué haces eso?’ Ella pareció sorprendida y respondió, como si nada: “¿Por qué?”. Pues para evitar que el agua se derrame… ¡para mantenerla en calma!”. Posteriormente, en una carta a un amigo, el obispo le contó la historia y añadió: “Así que cuando tu corazón esté en angustia y agitado, ¡pon la cruz en el centro para mantenerlo en calma! Todas las veces que haya tormenta y agitación, la presencia de Jesús y el amor que fluye de la cruz trae paz, y serenidad, y calma”. +
Lydia Choi
Lydia Choi es esposa, madre de tres niños, y pastora. Ella ha estado sirviendo en el ministerio por 20 años en diversos escenarios incluyendo iglesias multiétnicas, plantaciones de iglesia, iglesias pequeñas, grandes y multisitios. Ella es asesora de ministerios en Ministry Architects y pastora asociada en el campus en la Iglesia Timberlake en la parte este de la región de Seattle.