Por Alexandra Moon
La veracidad del mensaje del evangelio se basa en el evento de la resurrección. El Dios Todopoderoso, Creador del universo, se hizo carne humana, murió en la cruz y venció la muerte al tercer día.
La resurrección cambió la historia de la humanidad para siempre, pero también cambió nuestras vidas individuales y las vidas de muchas personas a lo largo de generaciones.
Esta idea de la resurrección, de volver a la vida, debe venir acompañada de la comprensión de que para que haya una resurrección, algo tuvo que estar muerto primero.
Y esta es la parte que más cuesta entender en nuestras propias vidas. Porque para experimentar la resurrección que Jesús ofrece con su propia resurrección, debemos llegar a la convicción de que estábamos muertos.
Y como estamos físicamente vivos, hacemos lo mejor que podemos por ser buenas personas, somos prósperos, estamos sanos… Sí, tenemos nuestras dificultades y problemas, pero si somos honestos, comparado con el resto del mundo, tenemos poco de qué quejarnos.
Viviendo en una tierra tan próspera, es difícil ver y entender cómo podemos estar muertos y necesitar una resurrección… Es difícil ver nuestra necesidad de un Salvador.
La fe en lugares donde hay una necesidad física extrema o donde hay fuerte opresión y oposición por lo que uno cree, se ve y se siente muy diferente que en lugares donde la necesidad no es tan visible ni física, sino más interna e intelectual.
Sin embargo, eso no significa que no haya necesidad de un Salvador. Todos necesitamos salvación, todos necesitamos el milagro de la resurrección… Solo que es mucho más difícil identificar esa necesidad cuando creemos que no nos falta nada o que no hemos hecho nada malo.
Antes ustedes estaban muertos a causa de su desobediencia y sus muchos pecados. (Efesios 2:1 NTV)
Este versículo me recuerda a la frase: “estás muerto para mí.”
La gente normalmente usa esa frase con alguien que los ha lastimado profundamente o que ha cometido una falta grave, y ya no quieren tener ninguna relación con esa persona.
Esa era nuestra condición antes de la resurrección. Estábamos muertos en nuestro pecado, completamente incapaces de relacionarnos o acercarnos a Dios por lo que habíamos hecho.
Este versículo también suena muy acusador. Para alguien que no ha reconocido su necesidad de un Salvador, la primera pregunta es: “pero ¿qué hice mal?” He vivido una buena vida, no he dañado a nadie, soy una buena persona.
Cuando escuchamos que estábamos muertos por lo que hicimos mal, tal vez sintamos el impulso de justificarnos e incluso hacer cosas para contradecir esa declaración.
Y creo que es porque tenemos una definición equivocada de lo que es bueno y lo que está mal.
Pablo continúa en los siguientes versículos dándonos una imagen de lo que significa vivir como muertos.
Vivían en pecado, igual que el resto de la gente, obedeciendo al diablo —el líder de los poderes del mundo invisible—, quien es el espíritu que actúa en el corazón de los que se niegan a obedecer a Dios. Todos vivíamos así en el pasado, siguiendo los deseos de nuestras pasiones y la inclinación de nuestra naturaleza pecaminosa. Por nuestra propia naturaleza, éramos objeto del enojo de Dios igual que todos los demás. (Efesios 2:2–3 NTV)
La primera suposición que hacen estos versículos es que, si eres un seguidor de Jesús que ha aceptado la resurrección en su vida, no eres de este mundo.
No pertenecemos aquí, deberíamos sentirnos como extranjeros, inmigrantes, turistas, visitantes temporales.
Porque la forma en que este mundo opera es muy distinta del reino que Dios ha diseñado para su pueblo.
Y fíjate cuando dice: “obedecían al diablo —el líder de los poderes del mundo invisible.” Esto puede sorprender, porque nadie cree ni quiere seguir al diablo, ni a un líder de los poderes del mundo invisible. Pero si no estamos siguiendo a Dios, esa es la alternativa… conscientemente o no, las personas están siguiendo al líder de los poderes de este mundo.
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«La única condición para nuestra salvación fue cumplida por el sacrificio de Jesús, y lo único que debemos hacer para recibirla es tener fe».
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Y eso se refleja en nuestra vida diaria, cuando vivimos en constante desobediencia a la voluntad de Dios para nuestras vidas.
Esa actitud del corazón —consciente o inconsciente— de desobediencia, eventualmente se traduce en conductas y comportamientos. Pero comienza en el interior, en no conocer la voluntad de Dios para la humanidad, o conocerla y rechazarla.
La mentalidad básica de esa postura es: “seguir los deseos de nuestras pasiones y la inclinación de nuestra naturaleza pecaminosa” en una versión más simple dice “hacer lo que queríamos y seguir nuestras propias ideas.”
Qué familiar es esa mentalidad en nuestro mundo. Somos adultos, hacemos lo que nos da la gana en el momento y pensamos en las consecuencias después. Creemos saber lo que queremos, pero en realidad no tenemos idea de nuestro propósito, nuestra identidad, quiénes somos o por qué estamos aquí.
Esta forma de vivir refleja nuestra necesidad de un Salvador.
Podemos tener comida en la mesa y techo sobre nuestras cabezas. Podemos vivir en la tierra de las oportunidades y libertades, pero mientras la gente siga viviendo, haciendo lo que le place, tenemos la responsabilidad de decirles que nada en este mundo puede llenar su necesidad de un Salvador, excepto Jesús.
Pero Dios es tan rico en misericordia y nos amó tanto que, a pesar de que estábamos muertos por causa de nuestros pecados, nos dio vida cuando levantó a Cristo de los muertos. (¡Es solo por la gracia de Dios que ustedes han sido salvados!) Pues nos levantó de los muertos junto con Cristo y nos sentó con él en los lugares celestiales, porque estamos unidos a Cristo Jesús. De modo que, en los tiempos futuros, Dios puede ponernos como ejemplos de la increíble riqueza de la gracia y la bondad que nos tuvo, como se ve en todo lo que ha hecho por nosotros, que estamos unidos a Cristo Jesús. (Efesios 2:4–7 NTV)
Este “pero” es muy importante…
Pablo nos dice que Dios nos dio vida con Jesús a pesar de que estábamos muertos.
Tenemos un concepto en la Teología Wesleyana llamado “gracia preveniente.” Es la revelación de Dios en nuestras vidas antes de que lo conociéramos o aceptáramos lo que Jesús hizo por nosotros en la cruz.
Es el llamado de Dios, atrayéndonos, mostrándose y revelándose antes de que creyéramos en Él…
Y Dios lo hace de muchas formas: a través de la naturaleza, de familiares o amigos, de la Escritura, de visiones y sueños, de su voz.
Es en la riqueza de Su misericordia que dio a su único Hijo para mostrar Su gracia a las generaciones que vinieron después de Jesús, y ahí es donde estamos hoy.
Dios se ha mostrado en la persona de Jesús, nos dejó Su Palabra y Su iglesia para mostrar al mundo Su gracia.
Nos ha perseguido, ha hecho más de lo que podemos imaginar para revelarse a cada persona en este planeta, para que todos puedan oír Su mensaje y ser salvos.
Pero hay una condición para nuestra salvación, y esto es muy difícil de entender, especialmente en una sociedad de hacedores, emprendedores y perfeccionistas…
Dios los salvó por su gracia cuando creyeron. Ustedes no tienen ningún mérito en eso; es un regalo de Dios. La salvación no es un premio por las cosas buenas que hayamos hecho, así que ninguno de nosotros puede jactarse de ser salvo. Pues somos la obra maestra de Dios. Él nos creó de nuevo en Cristo Jesús, a fin de que hagamos las cosas buenas que preparó para nosotros tiempo atrás. (Efesios 2:8–10 NTV)
Cuánto nos gusta sentirnos orgullosos de nuestros logros y de qué tan bien lo estamos haciendo, pero este no es el caso…
La única condición para nuestra salvación fue cumplida por el sacrificio de Jesús, y lo único que debemos hacer para recibirla es tener fe.
Eso es todo…
Y me gusta cómo Pablo describe la salvación como un regalo.
Porque un regalo es algo que no teníamos antes, no lo poseíamos, y que tampoco produjimos.
Un regalo es algo que se acepta o se rechaza.
Me gusta cómo Pablo le explica esto a los romanos, el cómo aceptar este regalo…
Si declaras abiertamente que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo levantó de los muertos, serás salvo. (Romanos 10:9 NTV)
Así que, hay una convicción interior de nuestra fe en la resurrección, y esa fe interior se manifiesta en nuestra declaración pública de que Jesús es el Señor de nuestras vidas.
Y declaramos que Jesús es nuestro Señor no solo con palabras, aunque eso es importante.
También lo hacemos con la manera en que vivimos.
Antes vivíamos como la gente de este mundo, pero ahora vivimos como personas que han experimentado la resurrección, que reconocen su necesidad de un Salvador y llaman a ese Salvador Jesús.
No podemos confesar con nuestra boca que Jesús es nuestro Señor y Salvador y seguir viviendo en pecado. Así no funciona la salvación.
Tampoco podemos confesar que Jesús es nuestro Señor y vivir dentro de una ilusión de salvación.
Jugar el juego de las apariencias que nuestra sociedad tan bien ha perfeccionado, y hacer que nuestras vidas parezcan perfectas o bien establecidas.
Y eso puede darse de dos formas… la “mala” y la aún “peor.”
La mala es crear la ilusión de un “comportamiento cristiano” y usar la bandera cristiana para esconder nuestro pecado, haciéndonos a nosotros mismos los salvadores de nuestras vidas, viviendo de forma independiente a como Dios dice que debemos vivir.
Y creo que esta es la hipocresía común que el mundo ha experimentado de los cristianos y de la iglesia, y por la cual muchas veces somos justamente condenados.
Pero creo que la peor manera en que podemos crear una ilusión de salvación es no viviendo la vida que Dios hizo posible a través de la resurrección.
Al no experimentar la libertad que su gracia y su misericordia ofrecen.
Esto ocurre cuando nos condenamos por cosas que Dios ya ha perdonado.
Cuando no experimentamos la plenitud de su amor que se vive en la vulnerabilidad y honestidad de la comunidad de creyentes.
Cuando seguimos esclavos de hábitos antiguos porque nos negamos a confesar nuestros pecados o buscar relaciones transformadoras.
Cuando nos quedamos como bebés en la fe porque no queremos comprometernos, ni escuchar la voz del Espíritu que nos llama a más.
Cuando nos abrumamos por el estado del mundo, del país o de nuestras situaciones, y no confiamos plenamente en el Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos.
Necesitamos volver a lo básico.
Necesitamos reconocer que necesitamos un Salvador.
Tenemos que recordar esos momentos de gracia preveniente, esa búsqueda incansable de un Dios que nos ama tanto, que dio a su único Hijo para salvarnos.
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Alexandra Moon y su esposo, Emmanuel, dirigen The Foundry Community Church en Escondido, California. Su corazón está enfocado en alcanzar a la comunidad latina, por lo que en 2018 plantó el ministerio hispano Foundry Español. Su pasión es discipular a las personas y enseñarles a discipular a otros, ayudándoles a descubrir sus dones y llamados, y empoderándolos para vivir en obediencia. Nuestra visión es construir una comunidad centrada en Cristo que fomente relaciones saludables e invierta en un discipulado vital.
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