Por Michael Forney
Vivimos en una época en la que el suelo nunca deja de moverse. La cultura cambia más rápido de lo que podemos responder. La tecnología reconfigura nuestros ritmos diarios. Instituciones que antes se consideraban inmóviles ahora tiemblan bajo nuevas presiones. Incluso dentro de la iglesia, el ritmo del cambio puede resultar vertiginoso.
Personas en todo lugar están navegando por lo que algunos en el ámbito académico describen como una era de volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad. En una época así, la pregunta ya no es: «¿Cómo mantenemos las cosas igual?», sino más bien: «¿Cómo permanecemos fieles y, a la vez, nos adaptamos cuando todo a nuestro alrededor sigue cambiando?» Nuestra teología debe moldear nuestra práctica y ayudarnos a responder fielmente en nuestro contexto. Entonces, ¿qué podemos aprender de las Escrituras para ayudarnos a formular una teología sana del cambio?
La naturaleza y el carácter de Dios no cambian
La naturaleza inmutable de Dios se erige como una de las doctrinas más estabilizadoras de la fe cristiana. Es una verdad que ofrece una constancia santa que ha anclado al pueblo de Dios en todas las épocas y que puede brindarnos certeza también en la nuestra. La Escritura declara con claridad que Dios no cambia según las circunstancias ni evoluciona conforme al capricho humano. En Malaquías 3:6–7, Dios asegura a su pueblo: “Yo, el Señor, no cambio. Por eso ustedes, descendientes de Jacob, no han sido exterminados”. En medio de la tempestad, encontramos seguridad en la constancia de la naturaleza y el carácter de Dios, una fidelidad a la que podemos volver una y otra vez.
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“Aunque nuestro mundo cambia más rápido que nunca, nuestro Dios nunca ha cambiado”.
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En el Nuevo Testamento, el autor de Hebreos nos dice que —a pesar de la ambigüedad y la extrañeza que nos rodean— podemos hallar un ancla en la verdad de que “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por siempre” (Hebreos 13:8).
Santiago, el hermano de Jesús, afirma esta verdad al instruirnos que, en medio de la prueba y la tentación, podemos confiar en un Dios “quien no cambia ni se mueve como las sombras” (Santiago 1:17). Nos recuerda que la bondad divina no parpadea con las estaciones de la historia humana.
Esta inmutabilidad no es una abstracción fría y estática, sino el carácter firme de un Dios cuyo amor, misericordia y justicia permanecen para siempre verdaderos. En un mundo marcado por la volatilidad, el pueblo de Dios se aferra a esta verdad: Dios es eternamente fiel, inquebrantable en su propósito, constante en su amor y siempre digno de nuestra confianza. Porque, aunque nuestro mundo cambia más rápido que nunca, nuestro Dios nunca ha cambiado. La naturaleza y el carácter inmutables de Dios nos anclan en un mundo en constante cambio.
El Dios que lo cambia todo (sin cambiar en absoluto)
Aunque el carácter y la naturaleza de Dios permanecen eternamente constantes, sus métodos para involucrar, guiar y redimir a la humanidad son notablemente dinámicos —expresiones flexibles de un corazón inmutable. Las Escrituras muestran a un Dios cuya naturaleza nunca cambia, pero que actúa de diversas maneras a lo largo de las generaciones: el Dios que partió el Mar Rojo (Éxodo 14:21) luego empoderó a un joven pastor con una honda (1 Samuel 17:45–50), Jeremías el profeta nos habla de un Dios cuyo amor y misericordias son “nuevos cada mañana” (Lamentaciones 3:22–23), y que finalmente logró la salvación no mediante el uso del poder coercitivo, sino mediante la humildad de la cruz (Filipenses 2:5–8).
El mismo Espíritu que habló a través de profetas en el antiguo Israel ahora otorga a la iglesia diversas gracias (1 Corintios 12:4–7) y guía al pueblo de Dios en nuevas expresiones de misión (Hechos 1:8; 13:2–3). John Wesley reconoció esta tensión de forma hermosa, afirmando que, aunque la plenitud del amor de Dios es inmutable, las formas en que Dios adapta Su obra a las necesidades humanas son infinitamente variadas.
El carácter y la naturaleza de Dios son constantes, pero sus métodos son dinámicos. La Escritura nos dice: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras jamás pasarán” (Mateo 24:35). Sin embargo, el mismo Dios que declaró esa constancia eterna también dijo: “¡Voy a hacer algo nuevo! Ya está sucediendo, ¿no se dan cuenta?” (Isaías 43:19).
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“El Dios que no cambia es el Dios que insiste en el cambio”.
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Desde el principio, la historia del pueblo de Dios es una de movimiento, crecimiento y transformación. Abraham abandonó su tierra natal. Israel viajó por el desierto. La iglesia primitiva se dispersó bajo la persecución, y en esa dispersión, el evangelio se extendió hasta los confines de la tierra. El cambio no es un fracaso de fidelidad; Es fruto de la fidelidad.
Del carácter inmutable de Dios y de su obra dinámica en el mundo brota su compromiso inquebrantable con la transformación de su pueblo —en lo personal, en lo comunitario y en lo cósmico—. La Escritura revela a un Dios que no solo redime, sino que también rehace, formando a los creyentes a la imagen de Cristo: “Todos… somos transformados a su semejanza con más y más gloria” (2 Corintios 3:18), y “el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfeccionando” (Filipenses 1:6).
Dios no cambia en su naturaleza ni en su carácter, pero transforma la naturaleza y el carácter de su pueblo. Esta transformación se extiende más allá de los individuos a todo el pueblo de Dios, llamado a encarnar una ética de nueva creación marcada por la santidad, la justicia y el amor (1 Pedro 2:9; Efesios 4:22–24).
Sin embargo, la obra restauradora de Dios no se detiene en la humanidad; su propósito redentor abarca a toda la creación. Pablo escribe que “la creación todavía gime” esperando la liberación y que la creación misma será “la corrupción que la esclaviza” (Romanos 8:19–22). El apóstol también nos recuerda que somos invitados por Dios a este ministerio de reconciliación y que el amor de Cristo nos impulsa a vivir para que otros experimenten esta misma transformación (2 Corintios 5:11–15).
T. Roberts enseñó igualmente que la verdadera santidad siempre mira hacia afuera, anticipando la sanidad de la sociedad y la renovación del mundo bajo el reinado de Cristo. El Dios que no cambia es el Dios que insiste en el cambio: transforma a pecadores en santos, moldea comunidades como señales del reino y trabaja incansablemente por la restauración final de todas las cosas.
El nido del águila y el dolor de la transformación
Luchamos con la transformación y el cambio porque valoramos la comodidad y la interpretamos como señal de seguridad, como evidencia de que todo está bien en el mundo. Sin embargo, el cambio es necesario para llegar a ser quienes fuimos creados para ser, y la comodidad puede convertirse en un obstáculo para el destino que Dios nos ha dado.
Deuteronomio 32:11–12 ofrece una imagen vívida del liderazgo transformador de Dios:
“Como un águila que agita el nido y revolotea sobre sus polluelos, que despliega su plumaje y los lleva sobre sus alas. Solo el Señor lo guiaba”.
La acción del águila es a la vez perturbación y misericordia. Con intención, el águila madre desmantela la comodidad de la que sus crías habían dependido, ramita por ramita, hasta que quedarse se vuelve más doloroso que lanzarse a lo desconocido. Los aguiluchos buscan alivio de las ramas puntiagudas en el borde del nido, y entonces la madre los empuja al vacío. Solo entonces descubren las alas que fueron creados para usar. Y cuando fallan, la madre se lanza debajo de ellos, los recoge sobre sus alas y los devuelve al borde del nido, una y otra vez, hasta que aprenden a volar.
Dios guía a su pueblo con el mismo cuidado fiel y transformador. Él sacude lo familiar no para dañarnos, sino para liberarnos hacia la madurez y la libertad para las que fuimos creados. El cambio puede ser incómodo, pero bajo el amor inmutable de Dios se convierte en el medio mismo por el cual somos formados y hechos libres.
El reino inconmovible
De manera semejante, el reino de Dios es inconmovible. Su reino es una realidad que no se fundamenta en el poder humano, sino en el gobierno soberano del Dios eterno. La Escritura declara que, aunque los reinos terrenales se levantan y caen, el reino de Dios jamás será destruido y permanecerá para siempre (Daniel 2:44). Jesús proclamó este reinado perdurable cuando anunció: “El reino de Dios está cerca” (Marcos 1:15), revelando un reino arraigado en el carácter inmutable de Dios y no en las fuerzas cambiantes de la historia.
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“Representamos un reino inconmovible, incluso cuando el mundo a nuestro alrededor tiembla”.
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El autor de Hebreos afirma que el pueblo de Dios recibe “un reino inconmovible” (Hebreos 12:28), aun cuando todo lo demás a su alrededor tiembla. Este reino inconmovible se caracteriza por la justicia, la paz y la alegría en el Espíritu Santo (Romanos 14:17), y Dios promete que su crecimiento no tendrá fin (Isaías 9:7). Para el pueblo de Dios, ya sea que atravesemos tiempos de estabilidad o de volatilidad, este reino permanece como nuestro fundamento seguro y nuestro horizonte de esperanza, recordándonos que el reinado de Dios es duradero, victorioso y eternamente digno de confianza.
Vivir en una teología del cambio
Dios nos ha dado una rica teología del cambio, una que nos permite seguir adelante mientras el mundo a nuestro alrededor se ve sacudido por la volatilidad, la incertidumbre, la complejidad y la ambigüedad. Nos aferramos a la identidad que Cristo aseguró para nosotros como pueblo amado, redimido y hecho nuevo. Esta identidad que hemos recibido como pueblo de Dios no fluctúa según las circunstancias, porque está arraigada en el Dios que no cambia.
Representamos un reino inconmovible, incluso cuando el mundo a nuestro alrededor tiembla; un reino marcado no por el temor, sino por la justicia, la paz y la alegría en el Espíritu Santo. Y como embajadores de ese reino, encarnamos el ministerio de la reconciliación (2 Corintios 5:18–20), impulsados no por el deber, sino por el amor incansable de Dios que nos sostiene y nos envía.
Las palabras de Pablo siguen resonando con fuerza: “sigo avanzando hacia la meta para ganar el premio que Dios ofrece mediante su llamamiento celestial en Cristo Jesús” (Filipenses 3:14). El pueblo de Dios que sigue avanzando encarna tanto el valor como la humildad. Dios está sacudiendo el nido una vez más. Está llamando a su iglesia a volar: a arriesgarse, a crecer, a adaptarse y a confiar. El mundo puede ser volátil, incierto, complejo y ambiguo, pero Dios es fiel, presente e inmutable. Él está haciendo algo nuevo y aún no ha terminado con nosotros.
Así como el aguilucho debe dejar la comodidad del nido y adaptarse a un entorno dinámico para descubrir la plenitud de aquello para lo que fue creado, también nosotros debemos ser transformados y responder con fidelidad a las exigencias de nuestro tiempo, sabiendo que fuimos creados “para un momento como este” (Ester 4:14) y confiando en la promesa de que “los que confían en el Señor renovarán sus fuerzas; levantarán el vuelo como las águilas” (Isaías 40:31).
- T. Roberts nos recordó que la santidad verdadera exige una atención constante a la voz del Espíritu en cada generación, no una lealtad rígida a las formas del pasado. Así, afirmados en el carácter inmutable de Dios y guiados por su Espíritu siempre creativo, adaptamos nuestros métodos cuantas veces sea necesario para cumplir nuestra misión. Y de este modo, con confianza, valentía y humilde dependencia del Espíritu, seguimos adelante y vivimos en la esperanza a la que hemos sido llamados.
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Michael Forney sirve a la Iglesia Metodista Libre de los Estados Unidos como director ejecutivo de operaciones. Es presbítero ordenado y ha servido anteriormente como superintendente de la conferencia del Noroeste del Pacífico y como superintendente asistente de la conferencia del Sur de Michigan, con un enfoque en la revitalización de iglesias, el desarrollo de liderazgo y el crecimiento.
Cuenta con una trayectoria diversa tanto en el ámbito empresarial como en el ministerial. Actualmente cursa estudios simultáneos de maestría en liderazgo aplicado y doctorado en liderazgo organizacional, con énfasis en liderazgo empresarial y eclesial, en Northwest University. Posee un grado de posgrado de Regent University, realizó estudios graduados en el Seminario Teológico de las Asambleas de Dios y obtuvo su licenciatura en Northwest Bible College. Está casado con Cate; juntos tienen cuatro hijas, un hijo y varios nietos.
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